Lorenzo de Ara
Era un mocoso y oía hablar de un gran puerto. Juagaba en la playita del muelle y oía hablar a los viejos y a los familiares de un gran proyecto que lo cambiaría todo.
Era un mocoso y ya soñaba alguna que otra noche con un puerto lleno de veleros, barcos gigantescos con turistas y mucho dinero.
A finales de la década de los sesenta del pasado siglo en mi pueblo no se hablaba de crisis ni de promesas incumplidas. Todo era maravilloso, vivíamos bajo los dominios de un motor perfectamente engrasado.
Arriba La Orotava; sin luz, sin agua potable en muchos barrios, sumida en el atraso más angustioso, dependiendo de los hoteles, de los apartamentos, de los comercios y del buen latir de un corazón moderno que pertenecía al cuerpo de un municipio siempre abierto, cosmopolita y rico, pero no exento de bolsas de miseria que sonrojarían al más altruista de los viandantes.
Han pasado los años, el mocoso se ha hecho hombre (o lo que coño sea uno a estas alturas de la vida) y el puerto turístico sigue siendo un proyecto dibujado en una servilleta, redactado en un papel o visionado una y mil veces en una pantalla de ordenador.
Todavía se pasan horas hablando de él. Incluso hay iluminados, (elefantiásicos políticos), que se pelean y vociferan para que la sociedad (palabra absurda cuando no hay espíritu en la cabeza) reclame la ejecución inmediata de ese megasueño.
El hombre que esto escribe ha dicho muchas veces que el puerto deportivo y turístico y pesquero, (y a lo mejor también el puerto con el que soñaba Ulises y donde aguardaba la llegada del héroe la bella Penélope), es una ambición honesta pero inútil para sacar del abismo a la ciudad que otrora lo acaparaba todo en la isla.
Quizá en el presente hay otros proyectos que mejorarían el aspecto de un pueblo que se mantiene en pie porque tiene orgullo, pero al que muy pocos, dentro y fuera de sus fronteras toman en serio.
Parque Marítimo, competitividad en el sector comercial, modernización real de la planta hotelera, estación de guaguas, diversificación de una promoción exterior que vaya más allá del panfleto mal escrito y aburrido, etcétera. También el puerto deportivo puede estar en esa lista, quién lo niega, pero jamás ese puerto con barquitos o con posibles cruceristas fondeados en el exterior supondría la salvación del pueblo, el resurgir de su prestigio y la consolidación de miles de puestos de trabajo.
El mocoso jugaba siempre al lado de la mar. Gustaba del baño. El hijo del pescador nunca tuvo miedo de las olas. Y el mocoso, a veces en la mañana, a veces en la tarde, oía hablar a los grandes hombres de un puerto que se iba a construir pasado mañana.
Segundos, minutos, horas, días, semanas, meses y años después, todo sigue igual. ¿Qué ha cambiado? La salud del pueblo ha empeorado. Y si ahora algunos creen que construyendo ese puerto se recuperará el pulso y volveremos a ser los más guapos, yo digo que no, que otra vez cometeríamos un grave error.
Por esa razón hay que tomar una decisión urgente. El puerto deportivo puede esperar. El futuro de mi pueblo está en tierra. En tierra firme.