Salvador García Llanos
En otra época, seguro, el asunto, cuando menos, hubiera generado un debate considerable, un debate popular de esos, de los que menudeaban, en los que intervenía todo el mundo, cada quien contando sus vivencias, sus observaciones y sus interpretaciones más o menos interesadas. Pero hace tiempo que esos debates desaparecieron en el Puerto de la Cruz, donde la población, otrora tan sensible y tan crítica, ahora parece pasota y resignada. Había tantas ganas de polemizar que incluso con los galardones y premios que recibía el Puerto de la Cruz se generaba más de una controversia.
En otros tiempos -lo hemos vivido en primera persona- había malestar por una bolsas de basura colocadas en lugares inapropiados a horas inapropiadas. Y había protestas por desechos amontonados alrededor del mobiliario urbano. Y se espantaban por la maleza acumulada en parterres o jardines. Manchas en las aceras, negrura en los bordes de las fachadas, desperdicios de todo tipo sustanciaban la contrariedad de no pocos ciudadanos, a los que seguramente no faltaba razón pero que eran mucho más exigentes. Era un tema recurrente de conversación, en cualquier círculo. Pues se ha evaporado.
Hablamos del estado de suciedad en las zonas públicas, en vías, urbanizaciones, barrios, plazas y recintos del Puerto de la Cruz. Ya escribimos hace algún tiempo apelando a un poquito de mantenimiento. Pues no mejora el enfermo. Y no se trata de cargar las tintas, de hurgar en los males de la ciudad. No es ese el propósito ni siquiera el de reactivar viejos debates. Si acaso, el de expresar una preocupación que se constata en cualquier paseo o recorrido. O el de apelar a la sensibilidad de responsables y administrados para que la cosa no empeore. Que esa parece ser la tendencia.
Porque esto no es sólo un problema de ayuntamiento y de quienes prestan el servicio. Las características de la ciudad, su condición de destino turístico, exigen, además, el mejor estado de presentación. Pero para decoro y estímulo de sus propios habitantes, para que les distinga en su propia calidad de vida y para que les suene a timbre de orgullo cuando los foráneos se marchen con una favorable impresión. Está claro que hay que prestar el mejor servicio posible de recogida de residuos, de limpieza y mantenimiento, de baldeo y riego… Muchos nos tememos que ahora mismo estamos muy lejos de la mejor cobertura y de los mejores índices de esa prestación. Los operarios harán lo que pueden: no se les hace culpables. Puede que las condiciones en que vienen trabajando no sean óptimas. O que la organización del servicio sea incompleta.
En cualquier caso, queda dicho, la culpa no sería exclusiva. Aquí entra en juego la cultura cívica y más que eso, la colaboración ciudadana. Es decir, la educación y la prevención. Hechos tan simples como depositar los residuos en sus respectivos espacios o contenedores, en las horas reguladas; o no arrojar colillas o chicles en las aceras; o dejar bolsas y servilletas fuera de las papeleras no se llevan a cabo con frecuencia. El resultado contribuye al estado de suciedad que nos ocupa. No sobran, en ese sentido, campañas de comunicación y sensibilización. Aunque sean domésticas. Empiecen por los colegios e institutos.
Porque todos queremos presumir de ciudad limpia y ejemplar. Pero debemos ser consecuentes, sobre todo cuando se nos compara con otras de los alrededores: es una ciudad de servicios muy al alcance, de mucha movilidad peatonal desde primeras horas de la mañana hasta la mismísima madrugada, de elevados niveles consumistas. Y eso exige un comportamiento que permita visualizar el problema en toda su extensión y afrontarlo con decidida voluntad de tratarlo no hasta su erradicación, que parece imposible, pero sí hasta conseguir que se nos reconozca por ser una de las ciudades turísticas españolas más llamativas en eso también.